Créditos§
Conferencia, ensayo, cuento, todas las anteriores, ninguna, alguna otra opción; este texto de Bolaño puede ser cualquier cosa, lo importante no es clasificarlo superficialmente, sino escarbar a través de cada una de sus capas para ir descubriendo el grano solitario que el viento o el azar ha dejado justo en medio de una enorme mesa vacía, o sea el conflicto, o sea el centro de gravedad que impulsa a la narración, en cualquier punto, desde adentro.
Empecemos por el título (y los subtítulos): una ecuación donde el valor de lo que se enfrente a la enfermedad no va a modificar el resultado; o sea que frente a la enfermedad cualquier cosa (la literatura, la libertad, los viajes, el placer, el orden, la indiferencia, el horizonte y el azar) igual van a resultar en la enfermedad, en la inminencia de la muerte. El inicio de este texto es fatalista, dramático; empieza con el diagnóstico, anuncia de entrada que el desenlace mortal es ineludible. Esa es la superficie. Entendemos que vamos a morir, y a veces lo entendemos más.
Pero la primera clave formal del texto es irónica, intenta otros sentidos bajo la inevitable enfermedad. El primer subtítulo es «Enfermedad y conferencia», informa que el primer personaje (el conferenciante) no va a asistir a la conferencia que iba a dictar sobre la enfermedad porque ha caído gravemente enfermo. El narrador, lo sabemos en el siguiente subtítulo, está enfermo, el autor también lo está. Todos se disponen a hablar de la enfermedad estando enfermos, pero deciden no hablar directamente del diagnóstico y el padecimiento, sino de la vida dentro de la enfermedad. Cómo vivir enfermo.
Si el centro no es el padecimiento, la primera experiencia del narrador con el diagnóstico que avisa la proximidad de la muerte es de libertad; la liberación de las convenciones sociales que obligan a actuar de cierta forma responsable de los actos, la liberación de esa lógica de acción consecuencia, porque la consecuencia está dictada de antemano, sin importar la acción: ordeñar una vaca y luego tirarle la leche por la cabeza, ese verso de Nicanor Parra, expuesto por el narrador, lo ilustra mejor.
La segunda experiencia del narrador es de resistencia. No la resistencia heroica del personaje que enfrenta un obstáculo con la convicción de que lo va a superar, sino la resistencia que lo obliga a permanecer erguido, el mayor tiempo posible, mientras el resto del mundo se empieza a inclinar. La escena le ocurre a un narrador que acaba de recibir un diagnóstico poco optimista en la consulta con el doctor, a la salida siente el mundo mareado mientras él permanece vertical, la sensación empieza a crecer, amenaza con marearlo, inclinarlo como a los demás, pero una doctora bajita que se le acerca, para solicitarle incluirlo en una investigación corta, lo distrae de esa posibilidad, el narrador se mantiene erguido, acompaña a la doctora al ascensor, y dentro del ascensor la mira y piensa que no está nada mal, siente el deseo, y eso lo distrae de marearse como los demás. Esta escena, la de mantenerse erguido el mayor tiempo posible frente a la enfermedad, se va a retomar al final, con el cierre de la narración, cuando la doctora bajita le pida al narrador tener sus dedos estirados de forma vertical, porque, le anticipa, cuando la enfermedad avance, va a llegar un momento en que no pueda mantener sus dedos firmes, y obligatoriamente se van a doblar. El día que eso suceda no sé muy bien qué haré, dice; pero lo que sí sé es lo que no haré: Mallarme escribió que un golpe de dados jamás abolirá el azar. O sea que, sin importar las probabilidades, nunca tenemos una certeza absoluta del resultado, siempre existe el azar: hay que tirar los dados; lo que no va a hacer el narrador es resignarse, aunque acepte la fatalidad, lo que va a hacer el narrador es resistir.
Ahora la pregunta es: ¿cómo resistir dentro de la fatalidad?, ¿cómo vivir enfermo? El primer experimento del narrador es oponer a Dioniso: la fertilidad, la borrachera y el éxtasis, contra las circunstancias. Para ejemplificarlo cuenta la historia de dos presos mexicanos, bajitos, gordos, viscos, malvados y que huelen mal, con esposas que se parecen a ellos y que los visitan los domingos; estos presos tienen relaciones carnales, se tratan como amantes, pero si alguien llega a insinuar su homosexualidad seguramente lo violan antes de asesinarlo, dice el narrador. Para esos presos, lo que hacen dentro de la cárcel es lo que tienen que hacer, una vida que no se puede juzgar con la lógica convencional del mundo exterior, un mundo aparte en el que viven dentro de sus circunstancias. En la mitología griega, la oposición de esa entrega al placer físico que se libera de las convenciones es Apolo: el dios de la purificación, la belleza, la perfección, la armonía y la razón. En el mundo real del narrador Apolo no existe, está gravemente enfermo, y la única oposición actual a esa entrega al placer es la mediocridad de la clase media con aspiraciones arribistas: gente de izquierda o derecha, culta o analfabeta, preocupada por cuidar su buena salud, gente exactamente igual, gente dispuesta a pasarse al enemigo ante la primera detonación sospechosa, gente menos violenta y menos valiente que los pistoleros mexicanos que viven su amor encerrados en un penal.
El problema de esa entrega al placer es la repetición (La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído, cita el verso de Mallarmé). Porque lo que renueva las ganas no es el objeto: otro libro más, otro encuentro sexual más; lo que renueva las ganas es el deseo, y la repetición se parece al aburrimiento. Cuando el objeto se repite hasta apagar el deseo Mallarmé opone todavía una alternativa más: el viaje. No el viaje literal, sino la búsqueda arriesgada hacia lo desconocido: navegar es necesario, vivir no lo es. O sea: vivir la vida dentro de la enfermedad y no para evadirla, porque esta es inevitable. Porque viajar enferma: es más sano no viajar, no moverse, no salir nunca de casa […] es más sano no abrir la boca ni pestañear, es más sano no respirar. Es más sano no vivir.
Otro poeta que emprende el viaje para enfrentar la fatalidad es Baudelaire, el narrador lo señala con este primer verso, de un poema llamado «El viaje»: Para el niño, gustoso de mapas y grabados, Es semejante el mundo a su curiosidad […] Un buen día partimos, la cabeza incendiada, Repleto el corazón de rabia y amargura, Para continuar, tal las olas, meciendo Nuestro infinito sobre lo finito del mar. El viajero del poema, después de largos y accidentados trayectos, pasa de las visiones paradisiacas al horror al tedio, y al final, como Ulises, encuentra solo su propia imagen: ¡En desiertos de tedio, un oasis de horror! Concluye. La enfermedad del hombre moderno es que el único escape al tedio, el único descanso, es el horror, dice el narrador. En este diagnóstico, el tedio es la rutina y la convención. Y la liberación de esas ataduras lleva a una deriva que eventualmente termina en la fatalidad.
La fatalidad es inevitable. Ese es el inicio y el final: el recorrido (de este texto y los que incluye) nos dice que, igual que nuestro cuerpo, también están enfermos nuestros actos y el lenguaje, no hay nada que no conduzca al mismo destino. Sin embargo, mientras se busca el antídoto para la enfermedad, una alternativa, que el narrador atribuye a Mallarmé, es la de volver a empezar, internarse en lo desconocido, perseguir lo nuevo; y para perseguir lo nuevo en un mundo que se repite hay que mantener el deseo mientras se sigue transitando (por el sexo, los libros, los viajes); aunque nos lleven al abismo, que es donde se puede encontrar el antídoto.
Para mí, este texto es una forma del narrador de enfrentar la vida, la muerte y la enfermedad: resistiendo, tirando los dados, persiguiendo lo nuevo, lo que siempre ha estado allí.
[*] Sobre Literatura + enfermedad = enfermedad, de Roberto Bolaño.
§ Gracias a Natalia Castro, la mejor lectora que conozco, que me ilumina mientras escarbamos estos textos.

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