Parábola de la palabra y la cosa

Leo literatura para intentar ver la realidad. Pero ni la realidad ni la literatura existen. Existen las cosas y las palabras. Y al principio no se parecen. La palabra dice la cosa para fijarla, pero la cosa, indefinida, se escapa. Luego la palabra, como un objeto aislado, se repite frente a la cosa. Al fin, después de un tiempo, la cosa llega a la palabra cosa, y parece que deja de escaparse. Pero ahora es la palabra la que se esfuma, y con la misma palabra define algo que no es la cosa, y amplía la cosa más allá de sí misma, hasta que todo el mundo olvida qué era la cosa y la palabra, en primer lugar.

Yo, que prefiero estar solo la mayor parte del tiempo posible, estoy en un grupo de estudio otra vez. Voy porque N dice que ese lugar no existe dentro de la realidad. Que es un paréntesis en el que las cosas no importan tanto como las palabras. Las personas somos cosas en esa ecuación. N no es N ahí, sino su representación. Y yo no creo que esos lugares existan. Por eso voy a ver a la ficción crecer. Al principio vamos a ser tres: F, N y yo. Yo soy F también. Le digo entonces a N que yo quiero una letra para mí. A regañadientes, porque le parece infantil creer que la apariencia de la palabra sea la palabra, N acuerda que yo puedo ser P y F puede ser F. Pero lo que sucede en el momento de reunirnos es que F sigue siendo F y que yo sigo siendo F también. Lo que cambia es el contexto de la letra y la entonación. A veces cuando N dice F yo siento que soy P, pero a veces cuando N dice F yo siento que soy el F que no soy yo. Y comienzo a ser dos F a la vez.

El lugar es una librería, para entrar hay que pasar una reja. Adentro, en un segundo piso silencioso como un libro que uno está por abrir, cuatro paredes de libros que amamos, elegidos por el F que a veces soy yo, nos encierran adentro de una conversación. Decimos que queremos hacer crítica literaria aunque no sepamos qué es. Empezamos por hablar de lo que amamos. Y yo recuerdo que N detesta hablar de genialidad, porque eso es una simplificación pragmática, casi comercial, del amor. Y yo pienso en ese amor que se entiende como una fascinación, que nos hacer querer saberlo todo sobre algo que no se puede agotar.

N ama a Juan José Saer, e intenta decir de Saer lo que no se puede decir. Porque no ama al mágico sonido de su nombre, ni a la fotografía del autor, sino a cada palabra de cada una de sus ficciones sean ensayos o poemas o narración. Entonces empezamos a conversar, como un libro abierto, en ese vacío limitado por cuatro paredes de libros que nos separan de la realidad, donde la irrealidad nos empieza a remplazar.

Amamos la literatura que no podemos agotar, ni resumir, decimos, porque detrás de cada palabra, de cada espacio abierto, hay una ventana que nos lleva a otra habitación que puede ser la misma con diferente luz. Esa es nuestra primera lección. Criticar es intentar agotar algo que no tiene final, mientras nos empieza a atardecer.

Para darle estructura a ese lugar que empezamos a construir decidimos estudiar la Poética de Aristóteles. Y al principio nos suena irreal su precisión. Aristóteles, sobre todo, habla de la pragmática, de la finalidad, que en el caso de la tragedia es la catarsis, y yo, cansado de esa tensión por no poder salir, empiezo a pensar en cómo darle un final al lugar en el que estoy. Pero ahora se ha hecho un poco más de noche y la luz baja diferente por la ventana y entre las cuatro paredes de libros ya no soy capaz de identificar la puerta por la que entré. Como la conversación, entre F y N y Saer, no deja de suceder, espero una pausa para poder escapar, o busco al menos que el diálogo nos conduzca a otro lugar. Saer se queja en ese momento de la literatura oficial, mientras habla del concepto de ficción. Para Saer existe un mundo oficial, con una estética prefabricada de antemano, dentro de la cual se realizan publicaciones celebradas y completamente innecesarias porque todo lo que ofrecen desde lo estético y significativo ya ha sido preestablecido: «Tan obvia es la estética sumaria que les proponen, tan de acuerdo con la opinión, con el sentido común, con las generalidades más deslavadas del hombre culto, que sus libros se vuelven innecesarios, puesto que los mismos lugares comunes que vehiculan ya han sido proferidos hasta la náusea por los semanarios, las reseñas académicas y los debates políticos y culturales»; o sea que la literatura oficial es la repetición de lo que ya se ha agotado, dice N, y F repite que eso es lo contrario del amor, aprendiendo de lo que N acaba de decir. En ese momento miro el reloj, queriendo huir hacia él, y es ahí cuando compruebo que el tiempo está detenido desde que entré. Quiero decirle algo a N sobre lo que está sucediendo, pero me detiene el terror. Y encima de ese horror, como si yo no tuviera una presencia real, interviene Beatriz, y cuando ella habla nadie, salvo yo que no puedo hablar, se pregunta desde cuándo está Sarlo en la conversación. Pero ella ignora mi terror y dice que la verdadera realidad solo se puede abordar en diagonal. Y entonces yo busco una salida en diagonal. Y ella dice que el problema de la ficción es la representación de la realidad, y que pretender nombrar la realidad de forma directa es no ser capaz de verla salvo por su borde más falso y superficial.

En la habitación estamos, entonces, F, N, Beatriz Sarlo y Juan José Saer. Y yo queriéndome salir, pensando en el escape en diagonal, hacia el fondo y no hacia adentro ni atrás. Entonces me sumerjo al fondo profundo de las columnas de libros dentro de la habitación. Digo que para mí la literatura es una forma de conocer el mundo, porque en el centro de la forma como intentamos darle sentido a la vida está el lenguaje. En el habla cotidiana, en las expresiones más primarias e iniciales con las que intentamos comunicarnos una experiencia de la realidad está también la literatura. Y Piglia, que asiente con lo que acabo de decir, comienza hablar de las diferentes formas de narrar.

La conversación, como se puede anticipar, no tiene fin. A veces cuando parece que vamos a acabar volvemos a darle la palabra a Aristóteles otra vez, y acordamos que todo lo que han dicho los que le siguen es de alguna forma una repetición. En la habitación somos ahora una multitud, y es verdad que es infantil pensar que en la apariencia de la palabra está la palabra, en vez de saber que es en la sustancia donde está el fondo inagotable de las cosas. Porque ya nadie sabe quién es F cuando habla F ni quién es N cuando habla Saer.

Tal vez es Borges quien en el fondo infinito de esa conversación decide recordar que el alma, a pesar del cuerpo, es inmortal, y entonces, para salir, empieza a cerrar cada libro abierto dentro de la habitación, pero cada que cierra un libro otro libro se abre dentro de mí, hasta que en algún momento me encuentro afuera de la librería y ahora N no está, ni F, y cuando empiezo a regresar me doy cuenta de que ya tampoco existe la definición de la realidad, entonces comienzo a conversarla con N adentro de mí, hasta volver a hacerla aparecer.


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