¿A qué nos referimos cuando decimos que algo pasa, que algo sucede? Igual siempre pasa algo, ¿no? Si uno está presente en el mundo, atento y vivo, algo pasa. Sin embargo, en las narraciones, decimos que algo pasa cuando hay un evento que consideramos significativo. Y, con frecuencia, lo que más significativo nos parece es la acción: lo que sucede afuera de nosotros, lo que se puede medir materialmente, lo que diferencia lo que llamamos real en comparación con nuestra imaginación.
Luego, cuando uno vive un tiempo, y experimenta sucesos significativos, y piensa detenidamente en las narraciones (y nuestra vida entera es una narración), sabe, piensa, siente, que la acción, que lo real, tiene significado principalmente por la imaginación. Lo que de verdad nos pasa, nos sucede, sobre todo, en la inminencia de la acción.
En este cuento no pasa nada. Pero siempre está pasando algo. Como en la realidad. El narrador lo dice así: «Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historia no tiene un final». Lo que sucede, la trama exterior, es que un periodista recibe una llamada a las cuatro de la mañana, para encontrarse con un informante que desconoce, y decide ir; es su vida cotidiana, está cansado, pero está acostumbrado, el periodista va. Llega cinco minutos tarde al lugar del encuentro, en principio no encuentra al informante, pero, cuando va de regreso, especulando acerca de la voz que lo llamó, escucha, desde un zaguán, la voz de la misma persona del teléfono, que lo saluda por el nombre, pero le dice que continúe caminando. El periodista hace caso y más adelante, en un callejón ciego, aparece el informante y se presenta amablemente y lo invita a comer croissant fresco con café. El periodista va, el informante tiene la cara blanca, debajo de un sombrero, lo que para el periodista es un indicio de que ha pasado una temporada de encierro ¿en una cárcel, en un manicomio? Sea como sea es un problema para el periodista, que de todos modos decide avanzar, y conversa con un informante que lo mira comer mientras él toma café. Para el periodista, cuando el informante sonríe, su expresión es triste y cansada, pero cuando deja de sonreír su rostro regresa a la gelidez. Luego no sucede más.
¿Entonces qué pasó, sin más contexto que el que nos dan? Nosotros, quienes leemos, no lo sabemos con seguridad, pero sentimos la amenaza latente contra el periodista; la cotidianidad del periodista acostumbrado a un oficio que, por el afán de encontrar alguna verdad, avanza vulnerable ante el peligro; leemos los juicios del periodista contra el informante, su incomodidad, y, desde afuera, podemos pensar que en la frase con la que juzga al informante por ser probablemente «un pesado, un paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado» no está solo el informante, también hay un reflejo del periodista ahí, y un reflejo de nosotros, que juzgamos sin saber y observamos sin ser vistos y que en esa necesidad de interpretar y entender ejercemos, también, nuestra propia locura, antes de que se materialice en alguna razón.
En algún discurso, tal vez también en algún poema, Borges afirma que la belleza siempre está acechándonos. Que, si estamos atentos y presentes en el mundo, podemos percibir la belleza, la poesía, el hecho estético, que siempre está ahí. Después de leer este cuento de Bolaño yo siento que el peligro siempre está acechándonos, también; que, si tenemos la vocación de buscar algo que se nos parezca a la verdad tenemos que normalizar la amenaza, porque debajo del mundo superficial e iluminado en el que vivimos, mientras creemos que nada está sucediendo, en realidad, habita también la oscuridad, la amenaza latente, la posibilidad de que eso que llamamos normalidad sea un engaño, y que, entonces, mientras lo descubrimos, la verdad nos salte a atacarnos, desde un zaguán, o un callejón ciego, o desde alguien que nos invita a comer croissant fresco, y a tomar café.
* Roberto Bolaño, Cuentos Completos (2018, Cuentos Póstumos: El secreto del mal, 1998-2003). Editorial Alfaguara. 647 páginas

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