La mayoría de estos cuentos están atravesados por un dolor que los personajes no se sienten capaces de soportar. Para sobrevivir, sin saberlo, su huida está en los actos cotidianos, en sus virtudes silenciosas; su huida, entonces, más que política, es estética (pero todo es político, ¿no? También la indiferencia, también la huida). De todos modos, los personajes de este libro creen en perdurar mediante la fe: ser justo, para cada uno de ellos, es dedicarse a un oficio personal, porque, creen, son esos actos silenciosos, no el grito o el enfrentamiento, los que soportan al mundo. El centro de ese planteamiento nace de «Los justos», un poema escrito por Borges; cada personaje del poema es una premisa para, casi, cada personaje de este libro.
El primer cuento recorre a todos los demás. Está escrito en fragmentos al principio de cada nuevo cuento. Narra el dolor de un personaje que soporta la partida de su pareja después de que pierden un bebé; para aguantar, el narrador escribe el cuento de su vida, y los demás. La inspiración de esta estructura nos recuerda a Las mil y una noches: cuando la vida, frágil, pende de un hilo, lo que mantiene viva a la próxima víctima es entretener al victimario con una historia en suspenso más. Lo que mantiene vivo al narrador que ha perdido a su pareja y a su hija, en este caso, es escribir: «cuando escribes, cuando estás escribiendo, nada existe[1]», le dice María, su expareja, a ese narrador. El dolor de la protagonista del segundo cuento es la soledad: se va a Islandia porque le dicen que allí puede pintarla, pero termina descubriendo (el verdadero viaje es el regreso) que lo que realmente importa no se puede nombrar, entonces decide regresar a Colombia a pintar las plazas de los pueblos del lugar donde nació, con la soledad pintada adentro. El dolor del protagonista del tercer cuento es sentir que tuvo algo que ver, aunque sea indirectamente, con la muerte de lo que más amó, y lo que amó fue la música de una cantante, y su parte en ese final fue haber trabajado en una ensambladora de carros, cuando la cantante perdió la posibilidad de cantar por culpa de un carro. En el cuarto cuento el dolor es el final de una amistad, pues ese vínculo, representado en sucesivas partidas de ajedrez de dos amigos, es lo que le da tiempo al mundo del narrador. Y ese narrador es el rey, la ficha del tablero en el que jugaban los dos amigos, y su historia se acaba cuando se cierra ese tablero, porque se acaba esa amistad. En el quinto cuento los protagonistas se salvan del dolor gracias al amor que les tienen a las palabras de una imprenta. Cuando se enteran de que la imprenta ha sido vendida deciden robarse los tipos de la tipografía, y luego esconder las palabras que más aman; uno de ellos esconde, bajo tierra, en diferentes lugares, los veinte versos de su poema favorito, el otro, al escapar, se da cuenta de que sus palabras escondidas eran una declaración de amor pendiente. El dolor del protagonista del sexto cuento es la muerte de su hija y su pareja, en un accidente de carro. Para soportarlo se dedica a cultivar, en las noches, un jardín, y mientras lo hace surge una amistad con una mujer joven que le recuerda a su hija, hasta que ella también se va. El protagonista del séptimo cuento sobrevive, por poco, a un accidente en moto, para cumplir la promesa de renunciar al alcohol para siempre, y dedicarse a la cerámica. El dolor del protagonista del octavo cuento es ser testigo de una golpiza que le dan al misericordioso párroco franciscano que le ha servido de guía espiritual para dedicarse a la meditación semanal que le salva la vida. El dolor del noveno protagonista es reconocer, gracias a su capacidad de verlo al cerrar los ojos, el suicidio de su hermano, y su nuevo oficio será cuidar a Tigre, su gato. En el décimo cuento el protagonista se pone en la posición del padre que maltrata a la madre y de la madre que sufre al padre, ese es el dolor; el oficio es la fingida lectura de un poema, para acompañar con su voz a la madre, mientras digieren lo que sienten por culpa del padre. En el onceavo cuento el dolor es la muerte de un mejor amigo, y el oficio es un vínculo con otro amigo a través de los libros compartidos. En el doceavo cuento, el último, el narrador nos dice que su dolor es fingido, que nunca perdió una hija, que vive tranquila y felizmente con su pareja, que no sufre escasez de ningún tipo, que quería escribir, para ser uno de los justos del poema de Borges, para salvar secretamente al mundo al dedicarse de lleno a un oficio. Dice que por eso fingió que tenía que decir algo, y que el resultado es este libro.
En la ficción, la verdad del narrador importa mucho menos que la del lector. Y la verdad del lector está hecha de ese vínculo entre lo dicho, lo interpretado y lo vivido al leer. Yo creo que la verdad de esta ficción se parece más a la huida de algún dolor a través de la dedicación a un oficio que al fingimiento. Sin embargo, estoy de acuerdo en parte con el último narrador, porque también pienso que, en la forma, estas ficciones se sostienen más con pirotecnia lingüística bien depurada (en la mayoría de los casos) que con significados. O sea que lo que tienen para decir también se agota y se vuelve repetitivo, y a veces innecesariamente exigente, como un ejercicio de escritura, más que una necesidad de decir algo (en forma y contenido). Pienso, por ejemplo, que al libro le sobran los epígrafes, y el prólogo, tal vez también algunos cuentos, aunque el ejercicio a partir del poema quede incompleto. El dolor del libro, también, se siente pirotécnico cuando el suicidio, la adicción y los accidentes de tránsito se empiezan a repetir. No sé si el último cuento, esa confesión tal vez fingida, sobra, porque de ahí, más que lo confesado, me importa la reflexión acerca del compromiso político y la literatura, que, en el fondo, en este caso, es una reflexión en relación con el ejercicio de decir algo sin tener algo que decir. Borges no fue políticamente indiferente, aunque dijera que lo era: su afición a los gauchos, a la herencia militar de sus ancestros y a la cultura antigua occidental europea está en gran parte de su literatura y constituye, aunque no quiera, una visión política del mundo. Afirmar que el mundo humano se salva gracias a un Dios que nos perdona a causa de los hombres que se dedican a un oficio diferente al enfrentamiento de lo que les duele tampoco es inocente, ni neutral, aunque lo parezca.
Lo que quiero decir, al final, es que este es un buen libro, que vale la pena leer, que tiene una propuesta formal distinta e interesante, pero también quiero decir que no creo que esas personas que se ignoran estén salvando al mundo, aunque ame la literatura de Borges, también.
* Esas personas que se ignoran (2017, primera edición). Tragaluz editores. De Lucas Vargas Sierra.
[1] Página 136

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