Écfrasis juego fricción

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Ocho personas, alineadas en una foto rectangular, forman parejas, entre la realidad y la suposición. Años después, el narrador, que los mira en la distancia personal y temporal, los revive en su imaginación, sin perder la imagen de referencia, sin perder los detalles de la imagen como combustible de las escenas que avanzan entre el día y la noche y la cotidianidad de los personajes que se mezclan y separan a veces conscientemente, a veces sin saber.  El ejemplo, el indicio, que da el narrador, son los vasos de la imagen ubicados en el centro de la mesa: todos juntos hasta perder los límites de cuál pertenece a quién.  

En la foto, a la izquierda, desde la mirada del narrador, está Henric, a la derecha de Henric está J.-J. Goux. Durante todo el relato Goux espera el encuentro amoroso con Henric, pero Henric busca algo más, algo afuera del rectángulo, de la simetría, de las parejas, de la luz y la claridad, algo incierto en la oscuridad de un parqueadero donde está su moto, o algo incierto montado en su moto andando sin rumbo en la noche, en París, faltando a la cita que tiene con Goux. Al final del relato Henric recuerda el día que acaba de vivir, cuando conversaba con Guyotat, cuando Carla Devade apareció, cuando vio a Guyotat cortejando sin pudor a Carla (sin pudor pues los dos tienen parejas formales y son parte del grupo y de los personajes que conforman la foto de ocho), y Henric recuerda ese día sintiendo admiración por Guyotat, y de repente, recordando, mueve la mano a su entrepierna y se da cuenta de que tiene una erección, pero sin sentir excitación sexual, dice el narrador, ¿y si no es el impulso sexual, qué es lo que excita a Henric? Yo creo que es lo incierto, repito, la posibilidad de franquear y fragmentar lo geométrico (el rectángulo, lo parejo) hasta crear pasadizos, vínculos subrepticios en las sombras del rectángulo, hasta formar un laberinto, en el cual todo, y todos, se pueden perder. Eso es lo que asumo que excita a Henric, y no Guyotat. Además porque el texto se llama «Laberinto», y es una écfrasis, un ejercicio ficcional que complejiza la realidad, falsamente estática, de la foto que tiene el narrador en frente de él.

Y tal vez esa es la conclusión del juego: el laberinto que forma esa ficción que tiene una imagen estática de referente; y quizá esa no era la conclusión que buscaba el narrador cuando empezó a relatar la foto, pero la fue encontrando, en ese ejercicio lúdico de detective que intenta mirar la realidad desde un registro estático, como hace la memoria con la realidad. Quizá el narrador solo buscaba ver a dónde lo podía llevar la imagen, desde cada uno de sus detalles y el esfuerzo de llenar el tiempo faltante a partir de ahí, a partir de la dirección de una mirada, por ejemplo, y quizá esa narración que solo habla de la imagen habla más del narrador que de la imagen, porque en el centro del laberinto está él, estamos cada uno de nosotros, y nada más, en completa soledad, en nuestra propia multitud individual, rodeados de imágenes que dicen ser y llamarse como algo que no son, como en los sueños, donde le ponemos el disfraz de alguien que conocemos en la vigilia a algo que solo conocemos en la emoción: nuestra preocupación, nuestro miedo, nuestro deseo, vestido de nuestros padres, nuestros hijos, o una mujer que vimos solo un instante solo una vez.

La ficción, que es la realidad en la que hemos decidido creer, entonces, es el desarrollo que hace el narrador de la imagen (las relaciones ocultas entre los personajes), los prejuicios del narrador (Kristeva lleva un sostén blanco o negro), las preocupaciones del narrador (un centroamericano lleno de resentimiento se acerca como un enano imaginario a los gigantes editores del semanario Tel Quel), sus fantasías sexuales (Carla Devade tiene un sexo apacible y controlado con su pareja, queriendo una fuga, algo más; Guyotat sodomiza a su mujer); y cada uno de esos elementos es una capa de la realidad, más importante que la revelación final, cada una de esas capas en las que también están los sueños, el lenguaje, el paso del tiempo, los encuentros casuales, los desencuentros, los objetos que imprimen la personalidad de cada uno de esos personajes que se caracterizan por ser intelectuales que rondan los cuarenta años, en París.

Esa foto es la memoria, la realidad, y la ficción, el centro del laberinto somos nosotros, y el narrador; no la imagen, no el objeto, sino la mirada y la voz; y esa es la écfrasis: la realidad.


[*] [1]Acerca de Laberinto, de Roberto Bolaño, en: Cuentos Completos (2018, Cuentos Póstumos: El secreto del mal, 1998-2003). Editorial Alfaguara. 647 páginas


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