Frailejón Editores
2024
Al principio el mundo de afuera suena lejos, pero la novela avanza y va saliendo, del barrio a la finca al viaje, de la fascinación con el lenguaje y el lento descubrimiento de un mundo exterior que siempre amenaza con acabarse para volver a empezar al retrato final de la vida íntima feliz y familiar, justo antes de todo. Es un mundo que al principio se puede medir en pregones de aguacate y piña oromiel, en chiflidos de olla presión, en cafés fríos y amargos que saborea lentamente el papá, un mundo que empieza preciso en su indeterminación y que al final ya no se puede medir, sino que se deja andar, hasta que el camino desaparezca o encuentre un final. Lo que importa es la transición. Lo que va, para el narrador en primera persona, del principio de la adolescencia hasta el final, de la intimidad de la casa a la amenazante extrañeza del mundo exterior, del primer piso de la casa florecida a la edificación de siete torres de ladrillo de nave espacial que crecen encima y alrededor, de lo rural a lo urbano, de la radio a la parabólica, de la segura claridad del papá y la mamá y la hermana a la soledad de los dolores que cada uno deja crecer en un silencio que avisa con golpes y perfume de aguardiente a cada paso nuevo que da. Lo que golpea a los personajes es la vida que los obliga a envejecer. A Polvorita, por ejemplo, amigo adolescente del narrador, el mundo de un papá borracho, caballista y armado lo obliga a ser adulto antes de llegar. Y es que los abismos tienen cara larga, como dice la mamá, y al final el camino no conduce a ningún lugar, lo que importa es la transición.
Y la transición se detiene en la forma de contar, un chubasco, por ejemplo, «unas gotas de agua que están en una nube y no saben si quieren volverse lluvia. Son gotas indecisas. Pero en un descuido un viento se les acerca por detrás y sopla despacio. Más o menos así…» La narración, entonces, es poética, se detiene en los detalles, se queda en el recuerdo del presente, se revela con asombro y fascinación en un mundo que son varios, que sucede en un lenguaje a leguas, como un ventarrón, de sopetón, que es pan comido, pero le pone misterio a la cosa, mientras roncea el camino, aunque esté cogido de la noche. Es eso lo que espía y descubre el narrador, y más que dejárnoslo ver a los lectores nos lo deja sentir, estéticamente, porque lo que importa es la transición. Antes de todo.

¿o qué pensas vos?