Editorial Rayo Verde
2016, Primera Edición
Págs 346
Entre 1965 y 1996 Juan José Saer escribió treinta y seis textos en los que comenta y critica la tradición y la actualidad de la narración como oficio, forma de conocimiento y actitud vital. Narrar, para Saer, es una forma completa de relacionarse con el mundo. Los temas y las vertientes que vincula durante ese periodo son demasiados como para pretender sintetizarlos sin obviar información trascendente. Sin embargo hay algunas ideas fundamentales que se repiten.
La idea principal es que la narración es un problema más acerca del cómo que del qué, así lo dice en «Narrathon»: «Desde las primeras, maravilladas lecturas de Joyce o Faulkner a los veinte años, la narración ha dejado de ser para mí una simple posibilidad de expresión para convertirse, menos gratificante, en un problema: problema no de qué, esencialistamente, decir, sino de cómo decir, no algo, sino un cómo, que, dicho, encontrado, [será o dirá algo] de un modo espontáneo». Esta búsqueda esencial de la forma, de la función poética como señalaba Jakobson, que a mi modo de ver debería ser el fundamento de la literatura, es sin embargo algo secundario cuando se ubican en el centro los elementos políticos, sociológicos, sicológicos, históricos, lingüísticos, biográficos, comerciales, entre otros; o cuando se ejercen las formas de la literatura oficial, que viene dictada por el interés de un poder vigente con su afán de control y consumo masivo.
La literatura, para Saer, es otra cosa, y una persona que se dedica a escribir no debería definirse a partir de un elemento extraño a la praxis de la escritura, pues, como responde en la «Entrevista realizada por Gerard de Cortanze», «preservar la capacidad iluminadora de la experiencia poética, su especificidad como instrumento de conocimiento antropológico, [es] el trabajo que todo escritor riguroso debe proponerse». Esto no quiere decir que Saer sostenga una posición individualista o estetizante, ya que, de entrada, defender la experiencia estética en una época de reducción ideológica es una posición política. Y narrar, inevitablemente, es dar testimonio de la percepción personal del mundo, con todos los errores y oscuridades que se puedan tener. La narración, entonces, no debe confundirse con una evasión mecánica o hedonista del mundo, sino que debe ser una evasión de los convencionalismos, para denunciarlos y criticarlos, y establecer un acto de confrontación, como afirma en «El largo adiós». Lo que Saer llama narrar empieza donde termina la anécdota, y narrar no es copiar lo real, sino inventarlo, y cargar de sentido la materia neutra mediante una forma inédita y vivaz, como escribe en «La canción material». Entonces importa el cómo porque narrar es, en últimas, aprender a decir lo indecible, lo que escapa de las normas generales del lenguaje. Y enfocado en el cómo, en ese acto de narrar, la inteligencia no ocupa sino un espacio, porque se narra con el cuerpo presente entero destinado a la imaginación de la verdad, indica en «Narrathon».
La segunda idea tiene que ver con el concepto de realidad (y el concepto de ficción). Según Saer, en «La invención de Morel», la realidad entendida como una supuesta universalidad de las percepciones humanas y de cierta existencia constante de esas percepciones es una ingenuidad porque «No hay más que cierto flujo, continuo, confuso, indefinido, neutro, que produce, por momentos, nudos fugaces, aglomeraciones, cuya significación depende en gran medida de la contingencia que es la materia misma de la conciencia que observa y clasifica. La primera mediación objetiva entre ese flujo y la conciencia es el concepto de realidad». En otras palabras: la realidad no es un referente objetivo y universal, sino una percepción momentánea del mundo. Lo que se ha entendido como realidad y lo que se ha entendido como ficción se diferencia en la verificabilidad de lo afirmado. Pero lo verificable es por lo general lo anecdótico y lo secundario a la realidad, a lo que se constituye como un elemento significativo en nuestra percepción e interpretación del mundo. En «El concepto de ficción» Saer afirma, entonces, que ese salto hacia lo inverificable que hace la ficción no existe para eludir la realidad, sino para multiplicar las posibilidades de su tratamiento, no se hace para negar una realidad objetiva, sino para sumergirse en esa turbulencia, en esa espesa selva virgen. A diferencia de lo que se nos quiere hacer creer la realidad no es la verificable sino la incierta: «pensar y actuar no consiste en superponer capas planas de realidad y cortar lo que sobresale, sino en aceptar su diversidad y su amenaza, aunque al contacto de su ardor nuestra omnipotencia quede chamuscada», como asevera en «Roberto Arlt». Mirar a los ojos la realidad es poner en duda el mundo, no creer en él. La ficción, según Saer, es entonces una profundización de la realidad, y una antropología especulativa, no una reivindicación de lo falso.
Una tercera idea tiene que ver con la evolución y fin de la novela. Dice Saer, en «Borges novelista», que la novela empieza a comienzos de siglo XVII y termina a finales del siglo XIX; comienza con Don Quijote y termina con Bouvard y Pecuchet. No hay novelas ni antes ni después. La novela inicia al lado de la burguesía y a partir de la comedia, con una narrativa que refleja el individualismo como oposición al concepto de existencia masiva del feudalismo. La novela, definida así, está relacionada con una descripción y crítica de la sociedad, tiene una causalidad lineal y un uso exclusivo de la prosa. Antes de eso existían otras formas narrativas como la epopeya, la crónica, los relatos cortos, el romance, entre otros. Después de eso los grandes temas sociológicos van desapareciendo y lo que se ve generalmente es a un individuo con sus problemas (familia, amigos, sexo, amor, depresión, etcétera). En El narrador, Walter Benjamin dice que el narrador es el que viaja, y que el novelista es el sedentario que está instalado en unas formas ya vacías y que no tienen ningún sentido, porque permanecen en un lugar histórico que ya no tiene ningún dominio sobre lo real. La novela es, pues, una forma adaptada de la narración durante un periodo histórico ya establecido y finalizado. Y lo que caracteriza a los nuevos novelistas es rechazar aquello que se ha establecido como novelístico o novelable: «la novela [entonces] debe abrirle paso a formas imprevisibles, que carecen todavía de nombre, pero que aspiran a ser el hogar de lo infinito», dice en «La novela».
En «Notas sobre el Nouveau Roman» Saer señala que este movimiento de renovación se basa en conceptos que son subjetivos, móviles, como modernismo y Realismo, y que, a fin de cuentas, todo «El conjunto de la narración del siglo XX —incluido el Nouveau Roman— no nos propone ninguna realidad fija, inamovible, dada de una vez y para siempre, sino una materia imprecisa, fluctuante, inestable, que cambia continuamente de forma y de valor, de lugar, una realidad que se parece a los datos que poseemos de ella antes de la reflexión y la escritura, es decir antes de formular estructuras epistemológicas destinadas a ordenar una imagen de ella». Con esto se critica entonces el dogmatismo de ciertas proposiciones teóricas con las que se juzgan a veces a los narradores, quienes deberían ser juzgados por sus narraciones y no por sus teorías. Nada está establecido permanentemente en una realidad cambiante, lo que importa es la narración y el testimonio de la percepción del mundo que se expresa con cada narración. Borges consideraba que la novela era una exageración de la causalidad, porque incurre en el vicio, como en la magia, de atribuirle demasiadas causas a un efecto. Saer dice que Borges no hace novelas porque en una época en que la narración ha dejado de ser novelesca la mejor forma de ser novelista es no escribir novelas. Lo que importa entonces es, repite en «Borges novelista», que: «toda novela es una narración pero no toda narración es una novela. La novela no es más que un periodo histórico de la narración, y la narración es una especie de función del espíritu».
La cuarta idea es la de que el artista (y la literatura) pone a prueba, en la multiplicidad de sus pulsiones, el racionalismo imperante. Esto es: la literatura (leer y escribir) no es un ejercicio meramente del intelecto, sino que pone en movimiento todos nuestros componentes, sumergiéndonos en un entresueño que es de índole pulsional, en el que la razón interviene de vez en cuando y de un modo diferente cada vez, afirma en «Literatura y crisis argentina». Y en «Narrathon» repite: «Narrar no es una operación de la inteligencia sola: es el cuerpo entero el que la realiza. Y la inteligencia no ocupa, en el todo, más que un lugar reducido. El medio natural de la narración es la somnolencia. En ese río espeso la inteligencia, la razón, se abren a duras penas un camino, siempre fragmentario, tortuoso, arduo, entre las olas confusas de lo que James llamó the strange irregular rythm of life». Y en «Santuario, 31» insiste: «Toda lectura es interpretación, no en el sentido hermenéutico, sino más bien musical del término. Lo que el lector ha vivido le da al texto su horizonte, su cadencia, su tempo y su temperatura». La literatura que persigue Saer tiene su fuerza gravitatoria en la poesía, que es naturaleza y no lenguaje. Afirma en «Sobre la poesía». Y la finalidad de la poesía es intentar recoger esa naturaleza cruda, en estado puro, mediante un extrañamiento, lo que atenta contra el prejuicio de la razón. La literatura es pues el intento de convertir ese extrañamiento en lenguaje.
Algunas formas o estructuras ficcionales en las que se ve esta otra razón o prerrazón con más claridad es en la diferencia que hace Kierkegaard: «Recordar no es de manera alguna algo idéntico a acordarse. Es así como uno puede muy bien acordarse de un acontecimiento, de punta a punta, sin necesidad de recordarlo. La memoria no desempeña [en ese proceso] más que un papel despreciable». El orden del recuerdo, dice Sartre, es el orden del corazón. El recuerdo es aquí no un azar ni un flujo ciego, sino un orden diferente, previo o superior a la razón habitual, una lógica que el sujeto se construye con el fin de intercalar en la dimensión de una experiencia inasible cierta coherencia, como dice Saer en «Tierras de la memoria». También Freud (al decir que la poesía, especie de acto fallido, obedece en cierta medida a los mecanismos del lapsus linguae en El chiste y su relación con el inconsciente) afirma que el poeta corre el riesgo de poner al desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos insospechados de la condición humana y de la relación del hombre con el mundo. En otras palabras: en esa relación entre error y comunicación se da el descubrimiento de algo cierto y oculto sobre nosotros mismos (como individuos y sociedad), que se escapa a la represión de la razón; y en esa estructura reposa un fundamento poético que la literatura intenta manifestar mediante el lenguaje, y que se escapa al control social y racional, como afirma Saer en «Una literatura sin atributos».
En la quinta idea Saer señala que el mundo creativo y de la representación va en contravía del mundo oficial de la cultura y el poder político y económico. Para Saer existe un mundo oficial, con una estética prefabricada de antemano, dentro de la cual se realizan publicaciones celebradas y completamente innecesarias porque todo lo que ofrecen desde lo estético y significativo ya ha sido preestablecido: «Tan obvia es la estética sumaria que les proponen, tan de acuerdo con la opinión, con el sentido común, con las generalidades más deslavadas del hombre culto, que sus libros se vuelven innecesarios, puesto que los mismos lugares comunes que vehiculan ya han sido proferidos hasta la náusea por los semanarios, las reseñas académicas y los debates políticos y culturales», dice en «Antonio Di Benedetto». Y en «Literatura y crisis argentina» afirma que el mundo oficial de la cultura está atravesado por: 1. una noción política con ánimo totalizante, 2. unos criterios de mercado y rentabilidad por parte del sector industrial y 3. por la tendencia general de nivelar la creación artística por las apetencias estéticas de un público consumidor no especializado, que termina por petrificar estereotipos de sentido impuestos dentro de un vacío teórico y estético. Esa tensión entre forma artística y comercio produce, por una parte, la vanguardia, y por el otro, la fabricación en serie de éxitos internacionales, que es el triunfo de la divulgación y de un populismo que se ejerce contra el pueblo, en la medida en que las clases populares son transformadas en imagen rentable por individuos que se autoconceden su representación. La literatura oficial, entonces, puede ser identificada por esa coincidencia secreta con los lineamientos de las consignas imperantes, no es iluminadora sino funcional, y su interpretación del mundo es excedida y englobada por la administración que la protege. En «El largo adiós» Saer señala que este tipo de literatura se alimenta de un lector consumidor (en oposición al lector analítico), que interpreta salteado lo que lee, en un ejercicio de evasión mecánica de la realidad, lo que resulta finalmente en una irrealidad fundamental respecto de la obra.
Ahora, en «La literatura y los nuevos lenguajes», Saer afirma que la ideología del placer es el fundamento de la cultura de masas. Edgar Morin ha demostrado frente a esto que esa ideología es irreconciliable con la literatura, porque uno de sus rasgos esenciales es el de ser una actividad trágica: «porque recomienza [la realidad] continuamente, entera, poniendo en suspenso todos los datos del mundo, sin saber si los recuperará a través de la praxis poética, y en esto se opone finalmente al espíritu de los medios masivos, que parten del falso contexto de un mundo prestablecido y no cuestionado». Poniendo en suspenso los datos del mundo, aunque sea imaginariamente, la literatura no se propone hacerlo progresar sino cambiarlo.
En «El hacedor» Saer señala cómo de este conflicto entre el trabajo creador y el mundo social se crea un desgarramiento en la persona que escribe, pues las exigencias internas de la obra divergen en la mayoría de las ocasiones con las estrategias de la carrera literaria. Esto es: se crea un conflicto entre el ejercicio del arte y el laberinto social; entre obra y carrera literaria. Porque la necesidad de independencia de la obra contrasta con la vida pública.
En una sexta idea Saer revisa, realza y critica la tradición y sus influencias literarias personales. Desde El Martín Fierro, pasando por Martínez Estrada y Borges, Faulkner, Henry James, Henry Miller, Arthur Rimbaud, Thomas Mann, Freud, Antonio Di Benedetto, Roberto Arlt, Witold Wombrowicz y Alfred Ebelot, Juan L. Ortiz, Raymond Chandler, Bioy Casares, y varios más. Pero sobre todo atravesado por la referencia constante de Borges (para criticarlo o elogiarlo) casi como si fuera un interlocutor silente, y la de Faulkner como un horizonte estético a seguir, aunque su luz venga del pasado, cuyos textos nombra como si fueran una premonición de algo que no ha sucedido porque se renueva en la repetición, y que sucederá una y otra vez como la única vez para él, porque: «la memoria cree antes de que el conocimiento recuerde. Cree mucho antes de recordar, mucho antes de que el conocimiento se interrogue». El objetivo, además de la inevitable demostración del amor literario, que solo obtiene su existencia a partir de la música y la repetición, es ser moderno (esa concepto subjetivo que siempre se está actualizando), y el modo preciso de serlo «consiste en saber qué es lo que ha hecho la literatura hasta el momento en que se empieza escribir y tratar de enriquecer formalmente esos resultados». En otras palabras: se estudia y se memoriza la tradición para poder crear una forma no tradicional.
En una séptima idea, aunque Saer defiende la especificidad de la literatura y su función poética, reconoce la influencia constante de otras disciplinas que atraviesan, enriquecen y complejizan las formas y capas en la percepción del mundo que es el objeto final de la narración. En «Literatura y crisis argentina» Saer afirma que una persona que escribe lo hace siempre desde ese lugar que lo impregna. Ese lugar es una intersección en el que lo material, lo empírico y lo simbólico se entrecruzan. La literatura, de esta forma, cumple su función no solo de ser una crítica del mundo entendida únicamente como estructura social, sino también y acaso sobre todo, del mundo como objeto de experiencia y conocimiento. Una influencia reiterada durante estos ensayos es la del sicoanálisis freudiano. En «Freud o la glorificación del poeta» Saer destaca cómo en la poesía, con su poder de concentración significante, se muestran de un modo más claro, más denso, ciertos procesos de la siquis que son universales: «la historia de la narración occidental no es menos dramática que la historia clínica en la que analista y paciente construyen y descartan, por medio de la palabra, una relación posible». Esta relación, que en principio parece ir más del sicoanálisis a la literatura, alimenta a la literatura no solo como forma de conocimiento sino también como una forma estética al establecer métodos de análisis narrativos en los que surge una lógica diferente, como se da con los sueños, los chistes, y el recuerdo, que son emparentados con la poesía, por Freud, como mecanismos involuntarios con los que se expresa el inconsciente. Sucede lo mismo con las capas que otorga la mirada sociológica, política, entre otras, a la narración.
Por último, aunque se escapen muchas ideas trascendentales más, en «La lección del maestro» Saer recuerda una inquietud de Henry James acerca de los modos posibles de narrar, en los que destaca dos: la de la ingenuidad del artista que expresa algo que quiere decirse a través de él, como un sonámbulo; y la del narrador empeñado en expresar algo que ha entrevisto y que trata por completo de evadírsele. James llama a este último impulso: el deseo de perfección. Ese deseo de perfección es capaz, mediante el esfuerzo, de incorporar también esa ingenuidad, porque constituye el impulso inicial de la creación. A ese impulso inicial James lo llama el ideal: «Este ideal es la idea fija del poeta intuida con un grado variable de conciencia de acuerdo con su personalidad y preparación, lo que él quiere decir, consciente de que debe necesariamente decirse por no haber sido dicho todavía, o bien repetirse por haber sido escuchado y comprendido en la forma debida si es que ha sido dicho alguna otra vez». Lo que importa de este análisis, para Saer, no es tanto el problema personal de la creación poética, sino el llamado que hace a las personas que se dedican al oficio de la literatura, para que no se dejen suprimir por una pasividad artificiosa «al no ser capaces de comprender la medida de participación de su voluntad consciente, incluso de su elección histórica y cultural ante la perspectiva de crear un arte nuevo». Esto es, entonces, un llamado a resistir (mediante el esfuerzo y la conciencia y la complejidad) contra una sociedad que intenta destruir el arte y al artista bajo la promesa de incentivar su apoteosis.
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