Luces de navidad, de Natalia Castro. Incluido en la Revista Universidad de Antioquia #347, p. 148-150, agosto-diciembre 2022.
De este cuento lo que más me deslumbra es lo que brilla en la oscuridad, la forma de nombrar lo que no dice, de fijar una mirada estética (que narra con sonidos, olores, contrastes de luz y oscuridad, texturas, detalles, mucha autenticidad), y que aun nombrando todo eso es capaz de ser precisa, breve y comprimida para revelar y mantener en tensión un conflicto que nunca se enuncia con el nombre por el cual se le conoce, sino que lo hace con el nombre que en realidad le pertenece, el de esa sensación de terror a la que se le opone la esperanza, que nos queda al final, como si esa fuera (como si estuviera bien que esa fuera) la normalidad.
Para señalar por qué veo y siento esto al leer el cuento, e indicar por qué para mí no es una exageración, necesitaría ir resaltando, frase a frase, lo que cada imagen y cada palabra me dice a mí cuando la leo. Pero como eso sería mucho más largo que el relato, lo que puedo hacer es decir por ejemplo que el cuento se llama Luces de navidad, o sea celebración y luz, pero casi toda la historia se desarrolla en la oscuridad obligada, mientras pasa el terror. Esa imagen de luz y oscuridad se repite en el sonido, la parranda en la que suena Caracoles de colores de Diomedes Díaz mezclada con guasca y gritos y algo que parece un doble pedal de batería quiere cubrir el sonido de las explosiones y los ruidos de radioteléfonos que llevan más de tres sábados ocurriendo, de los que todo el barrio se esconde, y todos saben qué son, pero que ya no se nombran, no vale la pena, para qué, esperan a que pase eso que empieza por la tarde, hasta que llegue la luz del día siguiente, para continuar con la vida que no para nunca, ni siquiera ahí. Sucede lo mismo con el olor de un ambientador de canela, o el de la aguapanela al final, sucede lo mismo con los gallinazos como manchas oscuras en remolino bajo un cielo azul, gallinazos que se vuelven mascotas de los niños cuando bajan a comerse los restos de lo que quedó la noche anterior. Hay más, mucho más, cada frase repite ese ejercicio en la voz cotidiana y tierna de un adolescente, una voz que imita el día a día de una situación familiar, porque nada está pasando ahí, aunque todo esté pasando, a escondidas, sin dejar huellas, en el fondo de la historia; es algo que no vemos nombrado en letras pero que de todas formas podemos ver, y escuchar, y oler, y sentir.
Y detrás de todo eso que se quiere esconder sin que sea posible hacerlo hay algo más, el motivo para seguir, lo que la abuela llama la responsabilidad, una nueva vida a punto de nacer, pero que también puede ser Manuel para Tatán, o todos sus hijos para Julita, o cada uno para cada uno en esa familia que sabe que a pesar de todo (a pesar de todo) la vida sigue; pero eso, claro, nunca se nombra así, simplemente se refleja en los ojos del recién nacido, cuando brillan entre sus párpados apretados dos luces verdes de navidad, y todos hablan de esa nueva vida, y nadie habla de lo demás, para qué, nadie quiere hacerlo, no vale la pena, igual. Esa es la esperanza que enfrenta al terror, supongo. Y eso es también lo que me queda a mí cuando lo leo. Aunque podría decir más, mucho más, y no parar de señalar lo que me deslumbra de un cuento que se expande y me atraviesa como el reflejo de una luz que se abre paso en la oscuridad.
¿o qué pensas vos?