Editorial Atarraya
102 pags.
Buscar un tema común, en una colección de cuentos, es tal vez forzar aún más la interpretación. Pero yo me voy a arriesgar a inventar desde lo que leí: en los ocho cuentos que componen este libro el personaje central tiende a ser un adolescente al que apenas se le empieza a abrir un mundo desconocido, un mundo adulto, un mundo más violento, y los cuentos se desarrollan en esa transición, entre lo que fue y lo que será, dentro de un montón de cotidianidad y misterio. Ese es el bosque que duerme ahí. Las preocupaciones, en ese mundo, son recurrentes: la mirada aspiracional, la preocupación por la vejez, la obsesión por cortar camino, por llegar más rápido a ese otro lugar que tampoco se sabe cuál es.
El estilo para desarrollar esos relatos es el de una voz que se deja ir, que fluye, que desarrolla su entramado de historias sin indicar (aparentemente) hacia dónde van, alargándose en eventos cotidianos y cercanos que de repente explotan en breves acontecimientos que de todos modos son aplanados por la misma voz, por ese devenir constante de una narración y un mundo que es todo el tiempo un dejarse ir. También la estética aparece así en la narración, frases e historias sencillas que de repente son atravesadas por un lenguaje menos común, un bololoi, un barullo, un copisolear. Y con las sensaciones igual, como un bosque dormido, de hojas de árboles que se guardan dentro de otras hojas de libros y que terminan reventando algún significado después, un significado que define un mundo de personajes que a veces huelen a naranjas agrias, o que a veces son un aguacate jecho. Y así sigue la narración. Un mundo que me hace sentir que nada está pasando, cuando hay tanto que está pasando ahí.
¿o qué pensas vos?