Este cuento hace parte de la colección Despistes y franquezas, publicado por primera vez en 1989.
A mí este cuento me habla de la soledad y la literatura. La soledad se parece a la invisibilidad, el narrador de esta historia empieza por señalar la pérdida de su nombre: «A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre, Octavio», esto es así porque ya todos, hasta la hija, le llaman abuelo: «la vejez nos sumerge en una especie de anonimato». Hasta ahí la soledad, que en el relato se acentúa. Octavio, el narrador protagonista, puede hablar pero no habla, no lo hace porque es orgulloso y porque cree que si lo hiciera igual sería un peso muerto para los otros, hasta para su familia. Como Octavio no habla con los otros, habla consigo mismo, monologa. Y ahí empieza la literatura: empieza en sus memorias subjetivas y fragmentarias que él sabe que pesan más que cualquier nota de periódico, porque adentro de él son historias vivas; afuera de él, en el periódico, son solo informaciones, estadísticas, ese es el detonante: «Como esto lo converso solo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Solo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas […] Nada saben y se lo pierden».
Después viene el pacto: la soledad puede compartirse, la literatura también sirve para eso, para vivir la vida del otro desde uno mismo. Para encontrar la vida propia en el otro, sin que las diferencias pesen tanto. En el nieto Octavio encuentra un cómplice, no solo para tener una razón para no morirse, sino para escuchar la vida del cómplice de siete años, y vivir más tiempo a través de sus historias: «buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad estoy pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles». El nieto lo obliga a ser verosímil, de no ser así no creería en las historias de Octavio, las cuestionaría y rechazaría: «y él me escucha como a un oráculo. Yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío».
Después viene el cierre: resultado de la acumulación de esa soledad y esa literatura que se despiden junto al protagonista, cuando la hija le anuncia que el nieto se va al menos un año a estudiar a otro país y Octavio se responde en silencio: «ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) […] No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna». Ahí está la literatura como un pacto sagrado.
El cuento es una narración en primera persona, un monólogo de un abuelo que se despide del mundo después de su última aventura. Tiene un inicio en el que explica su soledad, un nudo en el que explica el pacto con su nieto que lo sostiene vivo un tiempo, y un cierre en el que se despide el nieto, el abuelo, y el pacto. Estructuralmente es simple, pero el tema emotivo y enternecedor me parece hondísimo. Benedetti tiene un estilo que viene de la poesía (que a veces es muy sentimental o cursi), musical y emotivamente intenso. Una parte de ese esfuerzo se basa en la repetición de palabras dentro de frases simples, palabras que apuntan a la emoción y que refuerzan el sonido junto al significado. En este cuento a mí logra golpearme eso, junto a la historia y los detalles: cuando dice, antes del pacto con el nieto, que su única sensación de felicidad es cuando el enfermero va una vez por semana y lo baña y le pasa una toalla por las pelotas, logra completamente el efecto de dibujarme la soledad y el estado de Octavio. Cuando repite palabras: «a esta altura ya nadie me nombre por mi nombre» siento a la vez el efecto emotivo y estético de alguien que, por la edad, hasta su propio nombre le han borrado.
Este cuento me habla a mí de cierta magia propia de la literatura, que es capaz de sostener una vida y de quitarla, capaz de crear mundos, de multiplicar y detener el tiempo, de intensificar o borrar la existencia. No creo que esté o vaya a ver nunca este cuento en alguna antología clásica, pero es uno de mis favoritos. Yo, que nunca tuve una relación así con un abuelo, siento una tristeza profunda cuando descubro la soledad de esos personajes. Y cuando descubro también que tal vez la soledad sea ser oído sin que te escuchen, cuando descubro que la literatura es una necesidad de ser escuchado: «Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar».
Detrás de este cuento recuerdo otro, que aprendí hace años en una clase de literatura indígena, porque la literatura no necesita palabras, y también puede ser una música o un baile. Lo aprendí con una frase o un canto que se me quedó grabado: « «bu diga kue uriri; kue diga o uriñena” ¿Con quién voy a hablar si tú no quieres hablar conmigo?».
¿o qué pensas vos?