Komuya uai. Poética ancestral contemporánea

Sélnich Vivas Hurtado

Sílaba Editores, 2015

182 páginas

En vez de una sucesión de ensayos este libro es una invitación al diálogo. Se desarrolla en espiral hacia las raíces de los árboles, nuestras plantas. Nos invita a transformarnos, a brotar a través de la danza y el canto, la naturaleza, los ritos que somos e ignoramos. En un viaje que tiene como centro la cultura de la placenta y el fogón y en oposición a la cultura de la ciencia y el petróleo en la que estamos violentamente sumergidos. Las Primeras palabras (11)  de este libro denuncian nuestra falsa soledad. Nos han enseñado que las poéticas ancestrales, al igual que las culturas que todavía las alimentan, son fenómenos superados en el tiempo y en la calidad de sus productos. Sin embargo si escuchamos bien podemos sentir que es al contrario. No estamos solos. Nos rodean lenguas que ignoramos porque nos hemos negado a escucharlas. Porque nos han separado violentamente de sus raíces. Y hemos llegado a desconocer que hay voces que no hablan con palabras y que hablan desde el silencio. Desde el centro de la tierra, como un árbol, brotan las poéticas y cantos indígenas. Hacen parte de la «memoria de la selva» (13). Se oponen con una fuerza no violenta a la cultura occidental, del consumo y el falso progreso que nos intentan imponer desde un discurso hegemónico. A partir del arte, sin embargo, estamos todavía invitados a integrar un diálogo que promete transformarnos: “«para cantar junto con los minika: “Bu diga kue uriri; kue diga o uriñena”. ¿Con quién voy a hablar si tú no quieres hablar conmigo?»(13).

El primer capítulo responde a la pregunta «¿Para qué sirve la palabra ancestral?» (15). Es una pregunta enseñada (y ensañada) por otra cultura que se opone a la naturaleza, que prefiere someterla y no escucharla. Que se ha impuesto a través de la máquina y de la sostenida fe en el plástico, metáfora de la imitación y lo que no es real. A esta cultura se oponen los saberes ancestrales, vivos todavía en las tierras de las que han intentado expulsarlos. Reconocen la armonía de las especies, no las clasifica entre inferiores ni superiores. No acumula, no explota.  Es una cultura que advierte a través de la danza, el canto, las máscaras, la pintura corporal, entre otras artes, los peligros que encierra el conocimiento. Es importante porque guarda el secreto de nuestra sanación dentro de ella. Porque nos puede curar de las cosas que nos poseen. Porque nos enseña que «todas las especies tienen los mismos derechos» (24). Y lo enseña mediante la práctica, porque la retórica de la palabra escrita no existe para ellos.

El Vasallaje a la escritura (27) es un efecto de la imposición de una cultura que ha cometido genocidio. Las culturas de la placenta y el fogón no se deben a la palabra escrita. Prefieren el canto. Enseñan a través de una pedagogía dulce. El mundo occidental ha convertido la palabra en una relación de poder con el otro. A través de la escritura y la lectura ha creado la categoría de analfabetas como sinónimo de ignorantes. Y la ha utilizado para «estimular la exclusión, la marginalidad y la servidumbre intelectual a un único medio» (31). Para las culturas ancestrales la palabra escrita ha sido un borrador y no una pluma. La cultura occidental ha llegado para ellos como una imposición de su lengua hegemónica que los obliga a rechazar la naturaleza para abrazarse a una jerarquía permanente de ángeles y vírgenes, en la que ellos ocupan el lugar del fondo. Se les ha negado su arte, la pintura del cuerpo, el tejido, los paños, la orfebrería, la danza, la máscara, la fauna, la flora, el canto. Esta adoración de la escritura acompañada del rechazo de lo otro no es un conflicto superado, persiste aún hoy, cuando han acabado casi con todas sus huellas. Nosotros somos sus herederos y portamos esta tradición, pero «ninguna escritura es dulce»(40).

El arte, como la poesía y la estética, es oposición. Escuchar bien implica reconocer muchas voces, transformarse en esas voces, morirnos y renacer en la ficción que fuimos, que somos, de la que estamos hechos. En el tercer capítulo se aborda la relación de la poesía y el crimen desde dos miradas: 1. Poetizar es un crimen, pues el acto poético implica algunos comportamientos antisociales, que rechazan y transforman lo establecido para no repetir las mismas figuras que eventualmente se convierten en poder y cárcel. 2. Poetizar sobre el crimen es arriesgado pues trae consecuencias políticas y jurídicas peligrosas, porque se confunde con la celebración y destrucción de lo humano. Para analizar estas proposiciones el autor se vale de un personaje ficticio que se encuentra en una obra de cuatro volúmenes. El personaje se llama Sveta Aluna, y a través de ella se exploran varias muertes que se relacionan con distintos crímenes de los que es víctima y victimaria. Esta relación es similar a la tragedia del poeta que no se puede librar del lenguaje.

En el centro del libro está el canto, una invitación a Cantar la poesía minika (73) que comienza con el siguiente epígrafe:

Jubie, jubie

Jairue, jairue

Jubie, jubie

Jairue, jairue

Anabi raidi mooñoke jitoo,

dama jerie gaiyanona

tainuai, rafuai  yote.

Uaiteko, uaiteko

uaiteko, uaiteko

Anabi raidi mooñoke jitoo,

dango jerie gaiyanona

tainuai, rafuai  yote.

Uaiteko, uaiteko

uaiteko, uaiteko (73)

La poesía no se escribe. Su escritura no es relevante para comprenderla. Los significados que encierran van más allá, más atrás, que las palabras. La cultura poética minika se basa en la oralidad y en el canto, pero acompañados del canto existe un rito que invita a sentir y experimentar la tierra, la existencia. Esta ritualidad viene acompañada también de plantas de poder, que pueden sanar o enfermar, según las energías con que se alimenten. Intentar leer la poesía minika bajo los códigos del mundo occidental es un error. Cada cultura tiene diferentes géneros, diferentes formas de expresión. Intentar asimilarlas unas a otras es una reducción violenta. Dentro del sistema ritual de los minika los diferentes cantos presentan diversas conexiones. Pero hay que estar inmerso dentro esta cultura para entenderlos. Y son usados no como un mecanismo de olvido y automatización sino como una forma de conocimiento, una pedagogía.

A partir de este conocimiento podemos pasar del canto al conocimiento de la complejidad del jagagiai manue uai: el narrar curativo (111). Esta narración que es también canto, danza y diálogo encierra una totalidad de conocimiento que mediante la repetición de su estructura musical se adapta al tiempo y las circunstancias para ocupar una función vital dentro de la comunidad. El jagagi es memoria, totalidad, historia, manual para el buen vivir y advertencia. Este tipo de narración nos recuerda  que «la poesía y la magia tienen como origen común: la sanación o la enfermedad a través del lenguaje» (114). En cuatro capítulos que se suceden y profundizan en su estructura semántica y que explican el significado y el peso de cada uno de sus elementos, el libro abre una ventana para relacionar los saberes ancestrales como un elemento vital contemporáneo. Que nos sirve, entre muchas otras necesidades, para no seguir la defensa de «la acumulación de capitales, entre ellos el saber, en detrimento de la vida» (158).

Retornando ahora al centro de la espiral, en el último capítulo se relacionan los saberes ancestrales de la danza con Los sonetos a Orfeo de Rainer Maria Rilke, un autor moderno. En el soneto XVIII de la segunda parte, Rilke se refiere a la danza, metáfora del retorno y el vaivén del tiempo. Además de hacer una relación entre el sabor de las frutas y su danza en la boca, imagen que comparten los minika y que hace parte de un saber ancestral que más que olvidar hemos ignorado. Que nos invita a existir de otra forma, y alejarnos de la celebración alrededor de los árboles de plástico.

Komuya uai. Poética ancestral contemporánea es una necesidad de nuestro tiempo. Construido a partir de un diálogo con diversidad de tonos entre lo ancestral y lo presente es una denuncia y una reivindicación, además de una invitación a transformarnos a partir de la danza. Una invitación a sembrar la placenta. Hacer parte de la tierra como una más de sus especies y no como la más poderosa de ellas. Es también una advertencia sobre la posibilidad de que la explotación se nos devuelva. Una huella que pretende acercarnos a la cultura del río y del árbol, los animales, los sitios sagrados, la existencia que tanto ignoramos.


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