15.1 «Cualquier destino, por largo y complicado que sea…»

Hace tiempo mi mamá me dijo que a lo único a lo que yo le tenía miedo era a la vida. Que era eso de lo único que me escondía. Me lo dijo, o creo que me lo dijo, porque estábamos hablando de esos otros temores con los que alguna gente va a asustarse: el infierno, los fantasmas, la oscuridad, el silencio. Yo creí hacerme el valiente al decir que los dos primeros me daban risa y que sin los dos segundos mi vida sería un lugar insoportable. Entonces ella aprovechó y con sagacidad de madre que todo lo sabe me clavó ese comentario. Las palabras me hirieron porque eran honestas y porque me las decía ella.

La frase que me dijo es cierta porque hace años que yo no vivo nada, que apenas soporto el tiempo. Me he dedicado a estudiar más que a trabajar, a aprender a leer y a escribir en vez de hacer dinero, a engordar en vez de tener novia y prometerle a mis papás unos nietos. Lo que muchos conocen como vida es lo opuesto de lo que yo hago. Ser alguien, eso que nos decían de niños, es tener un trabajo una novia y ser aceptado en algún grupo social. Yo soy nadie —con frecuencia me lo creo y me odio—.

La frase que me dijo es falsa porque yo no elegí la mayor parte de las cosas que me pasan, no elegí la necesidad de decir algo y tenerlo que decir con palabras escritas, no elegí tener tantas ganas de decirlo que me cuesta un infierno —tal vez sí creo en eso— hacer algo que no sea pensar en cómo puedo decir lo que no sé que sé con historias, sin decirlo. Las palabras que me dijo no son ciertas porque la vida con nietos y trabajo es una cosa tan inventada e inútil como la vida sin ellos. Porque los destinos o las elecciones cuando no son violentamente autodestructivas en realidad no se diferencian tanto. Porque los significados son individuales, personales; no absolutos, comunitarios e impuestos a la fuerza. Y sobre todo no son verdad porque algunas de las cosas que me pasan, que son muchas —aunque llenas de oscuridad y silencio— yo tampoco las quiero. Y me gasto la vida intentando quitármelas. Mi vida es intentar quitarme este peso.

Borges lo dice mejor.  Lo dice en la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)». Lo dice al narrar la historia de un protagonista que es obligado a enfrentarse a sí mismo en otra persona, y se da cuenta de que él no es quien es, que él es el otro. Una vez se da cuenta de quién es no puede hacer otra cosa diferente a no ser cobarde, a cambiar de bando, a no seguir resistiendo una vida feliz y fácil que le aburre como una larga condena.  Tadeo, el protagonista que narra B., entiende entonces que se puede ser feliz de dos formas en la vida, una profunda y otra superficial, y que las dos formas van siempre acompañadas de tristeza. Lo que comprende Tadeo Isidoro Cruz, en todo caso, es que «un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro».


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