León se colgó sin dejarle una sola palabra a nadie. No se despidió de nada, no dejó una carta, una foto, un mensaje de voz. Lo encontramos en el apartamento donde vivió siempre, en Barrio Mesa. El sol blanco de las diez de la mañana no atenúo la oscuridad del problema que ahora es él para nosotros: León colgado de una viga, pálido, con esos ojos cerrados que hacen la mímica de mirar un suelo negro.
Ahora sé que un amigo colgado es un rompecabezas literal, un acertijo sin pistas y una cárcel: nosotros nunca vamos a salir de su muerte.
Lo conocíamos de niños y nunca lo vimos realmente triste. La vida para él fue fácil y feliz como caer por un tobogán de jabón. Eso decimos nosotros, que fue feliz, pero ya no sabemos. La verdad es que nunca pensamos mucho en él porque no había nada que pensar. Era inteligente y pragmático, le gustaba a las mujeres, gracias al negocio del papá desde niño fue independiente, tenía sentido del humor. Nunca tuvo que sufrir la muerte de un ser cercano, una separación que él no quisiera, una quiebra, un accidente, un robo, un gran engaño, un verdadero fracaso. A L. no le faltaba nada. Eso dijimos nosotros.
En su apartamento, un par de semanas después del entierro, pensamos en él, hablamos de él, lo reinventamos. No había nada ahí: un cuadro, un libro, un juguete, una foto al menos, que nos dijera este es él, único, imprescindible, él. Y no tuvimos nada que decir. León era la imagen de que la vida podía ser buena, era lo que veíamos en él, de alguna forma era todos; de otra forma era nadie, ahora lo sabemos.
Antes de irnos pensamos —nos lo dijimos mirándonos— que L. se mató para ser alguien.
¿o qué pensas vos?