No sé por qué de niño me dijo una vez mi tía Silvia que yo también tenía un perro. Me dijo más: que se llamaba Lautaro y que era de una raza muy de acá llamada ovejero magallánico. Me lo describió con unos pelos que le colgaban del hocico como una pequeña barba, de orejas caídas y dientes afilados, de color negro con café oscuro. Yo era pequeño como una esponja y ella me lo narró de una forma tan detalla que terminé absorbiendo la imagen de ese animal como si fuera mi propio reflejo.
Yo, que nunca he tenido un perro, busqué a Lautaro durante tantos años que ya me parecía cierto.
Después de la muerte por depresión de la tía Silvia mi único abuelo, que fue como mi madre, empezó a preocuparse. Intentó convencerme de adoptar uno, o de comprar uno idéntico al de mis cuentos, pero ninguno de ellos era el mismo ni tenía el mismo nombre.
Pasaron todavía quince años solares para que dejara de buscarlo. Durante ese tiempo no mostré nunca ningún problema mental que preocupara a nadie.
Tuvieron que pasar diez años más para que, en el entierro de mi abuelo, apareciera Lautaro. No le pregunté cómo llegó ahí, ni cómo vivió tanto, ni si quería regresar a la casa conmigo.
Ese día, antes de dormir, me despedí de la tía Silvia y el abuelo con un abrazo. Y acaricié otra vez al perro.
Al despertar Lautaro ya no estaba.
¿o qué pensas vos?