Vivir a deshoras

No odio a la gente, pero me gusta el frío y el silencio y eso es algo que sucede con frecuencia cuando los otros duermen. En las dos fronteras de la madrugada, antes de los primeros rayos de sol, o en la mitad de la noche —y qué raro me parece que tenga mitad la noche— , el frío crece, y si no es día de descanso o fiesta, la calle se queda sola.

La gente me desgasta y no es culpa de ellos. Soy yo intentando inventar todo el tiempo quiénes son ellos cuando estoy yo y quién soy yo con ellos. No puedo renunciar a esa necesidad de inventarme a mí y a los otros cuando están.  No puedo hacerlo porque ese invento también se llama realidad. Esa predicción vaga de lo que esta pasando, puede pasar y pasó, es la realidad, y la realidad se sostiene en la memoria, con efectos de peso frágil pero constante.

«La vida moderna es la vida del horario y de la mediocridad ordenada. Dios baja a la tierra los domingos por la mañana a las horas de misa» afirma Sabines en un poema. Yo aprovecho esos horarios, cuando la mayoría duerme, para sentir soledad y silencio, para sentirme tranquilo, mejor.


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