Hace varios años mi hermano me regaló un par de libros de cartas de Cortázar.
Los libros están editados por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, la editorial es Alfaguara. Ya casi nadie escribe cartas ni tiene largas llamadas por teléfono fijo. Los sistemas de mensajería instantánea facilitaron la comunicación hasta atomizarla, la convirtieron en algo necesario pero imperceptible. Son dos libros grandes de color verde crema claro, con letras negras y números rojos. El primero, que va hasta 1954, tiene una foto de Cortázar mirando por una ventana hacia un lugar de pinos nevados, el segundo, que va hasta 1964, tiene una foto de él sosteniendo una botella de licor mientras mira seriamente a la cámara. La preparación para escribir una carta no se parece para nada a la inmediatez de un correo. Para escribir las cartas Cortázar no solo tenía que encontrar tiempo, sino disposición, un estado de circunstancias que lo empujara a derramarse contenidamente. Después, en algún cuento de él, hablaría de ellas como una ventana que no lo dejaba estar del todo acá ni del otro lado.
Me parece extraño que las cartas no estén llenas de banalidades. Seguramente le editaron los enamoramientos y los juicios más superficiales. Sí están sus pensamientos y conversaciones alrededor de lo que escribió y cómo se iba formando, sí están las crónicas de sus viajes y sus apreciaciones sobre París o Buenos Aires, algo hay de sus relaciones de amistad y de sus otros trabajos. Aunque a veces los tomos se hagan largos y pesados me gustan las cartas porque ficcionalizan la realidad más real, porque graban en tinta una de las tantas ediciones de la memoria.
¿o qué pensas vos?