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La literatura colombiana más vendida se define por dos cosas: tiene una historia triste, es fácil de entender. A estos elementos, que también definen a este libro de cuentos[1], Juan Gabriel Vásquez le suma uno más: las historias tristes son de otros. Él las caza, como presas desarmadas, para vender canciones (malas), porque, afirman sus narradores, no hay nada más que hacer. Con vender los huesos tristes de otros es suficiente, para él, con decir nosotros al momento de vender las historias, y dejarles el dolor a ellos, es suficiente, para él. Las cosas no tienen que cambiar, con vender canciones en el incendio es suficiente.
Es extraño, me perturba, la claridad de ese juicio cuando uno contrasta el primer párrafo del primer cuento contra el último párrafo del último cuento. El primer párrafo es una confesión, casi burlona, de lo que hacen estos narradores durante todo el libro:
«Siempre he querido escribir la historia que me contó la fotógrafa, pero no hubiera podido hacerlo sin su permiso o connivencia: las historias de los otros son territorio inviolable, o así me ha parecido siempre, porque muy a menudo hay en ellas algo que define o informa una vida, y robarlas para escribirlas es mucho peor que revelar un secreto[2]».
Y este primer cuento se trata de eso, de una fotógrafa del conflicto colombiano, que comienza a sospechar que, aunque sea lo contrario a lo que ella busca [«A mí eso me da mucha rabia: los fotógrafos que van por ahí cazando tristezas ajenas[3]»], ella también está vendiendo el dolor de las víctimas. Suponemos que la fotógrafa se da cuenta cuando todos nos damos cuenta, cuando el cuento termina en la fotografía de una víctima llorando, a lo que se le suma ella diciéndole a la víctima, que le pregunta si «¿no importa que salga llorando?»[4], y ella le responde «No importa, dijo Jota. “Llore todo lo que quiera”»[5], mientras la fotógrafa le sigue disparando.
El problema no es necesariamente la historia, el problema no es necesariamente que sean de otros, el problema es la forma de contar, y la posición y el compromiso con lo que se cuenta. Para mí, es eso lo que define la diferencia entre explotar comercialmente los huesos tristes de los demás o hacerlo desde la obligación sacrificada con un conflicto ajeno. Durante la mayoría de los cuentos, estos narradores parecen contar los conflictos de otros [pues son otros los que padecen, aunque el narrador siempre salga de primero en la foto], pero, en el fondo, lo que nos dicen, sin querérnoslo decir, sin entenderlo, es que el padecimiento de estos narradores es la frivolidad, la incapacidad de entender, como sucede, por ejemplo, en el segundo cuento, cuando [ante el dolor de un padre al que se le muere un hijo en un accidente en el ejército (un hijo obligado por el azar y la ingenuidad a prestar servicio en un conflicto inútil que el papá sabe que es ajeno también)], el narrador, el mejor amigo de toda la vida, decide inventar una excusa floja para no asistir al entierro, y cortar para siempre cualquier relación con los papás del amigo de toda la vida que conoció durante toda la vida, e irse a Bélgica, primero, y después a París, y hacerse exitoso vendiendo historias de los demás. Años después, cuando ese padre lleno de rabia [lleno de una tristeza y una frustración con la que el narrador es incapaz de empatizar] le reclama su ausencia, y le dice que el muerto debió ser él y no su hijo, y que ojalá les suceda lo mismo a sus hijos para que él entienda ese dolor; el narrador, entonces, ahora sí, reacciona con resentimiento contra el padre, y pone la carta (donde ese padre le dice todo esto) entre las fotos de sus hijos, para legitimar su rabia contra él, y con eso el narrador se siente bien; hasta que, por fin, años después, el padre de su amigo muere también, entonces, ahora sí, sin víctimas que le señalen su culpa, decide ir a buscar los registros que todavía existan, para poder vender la historia ajena como propia, después.
La mayoría de estos cuentos, menos «Las ranas»[6], ensaya diferentes formas de la frivolidad. Tal vez, si este fuera un libro sobre la superficialidad ante el horror, no estaría tan mal, pero este no es un libro sobre la frivolidad, es un libro frívolo, que es diferente. En el cuarto cuento, por ejemplo, un piloto de las fuerzas armadas, con la excusa de naturalizar la muerte, en vez de cumplir su deber y decirle a su amante, la esposa de su amigo muerto, lo que acaba de suceder, decide ir y tener sexo con ella y después salir a volar, y dejar que ella se entere de la muerte de su esposo por las noticias, después. El narrador se entera de la noticia porque el piloto se la cuenta accidental e inverosímilmente, tal vez por una necesidad de desahogarse y de naturalizar su culpa. Y el narrador toma la historia, y la vende. La literatura moralista tiende a ser de mala calidad, pero toda la literatura, obligatoriamente, es moral; esto parece complejo cuando se confunde la moral en la ficción con pedirle a una historia que los malos no ganen, que los malos no sean tan malos, que tenga una moraleja obvia como las fábulas; pero es sencillo cuando uno entiende que todo texto está constituido por una superestructura (una organización del texto que define la forma del discurso, y en el análisis de la forma del discurso (y el lenguaje) se puede entender también la intención). Entonces, quizá, si este cuento fuera sobre el horror de esa forma de naturalizar la muerte, no estaría tan mal, pero no lo es, los narradores nos lo confiesan sin querer todo el tiempo, lo que quieren los narradores es el espectáculo, para vender la historia después:
«Pasaron los años y no volví a pensar en John Regis […] después de nueve años de haberlo conocido, y nada más natural, después de recordar aquella conversación y de explicarla un par de veces a mi esposa y a mis amigos, que ceder a la tentación de alquilar un carro y cubrir en una mañana las tres horas que hay entre Málaga y Rota, no con la idea de verlo, pues no me parecía posible que siguiera viviendo allí, sino de conocer de primera mano el espectáculo curioso de una base militar que es más grande que el pueblo vecino. Turista: esa sería mi ocupación en Rota»[7].
Turista de tristezas ajenas, agregaría yo. Luego la forma de los cuentos se resume en lo mismo que casi toda la literatura comercial: fácil de entender. O sea que utiliza recursos del reportaje y la crónica para informar una historia que despierte interés en los espectadores, con frases simples, información clara, reflexiones bobas, que se pueda asimilar con una sola lectura rápida. Ah, y otro elemento de la universalidad comercial es la falta de compromiso y capacidad de incomodar, esa posición que no polariza, porque todos los bandos son malos y no hay nada que hacer ante la maldad. Y el último cuento, que le da el título a este libro, es clarísimo desde su primera frase en decirnos que «Ésta es la historia más triste que he conocido jamás»[8] y, en su párrafo final, decirnos que no hay nada qué hacer: «porque este es el único consuelo que tenemos nosotros, los hijos de este país incendiado, condenados como estamos a recordar y averiguar y lamentar, y luego a componer canciones para el incendio»[9]. Y es sobre todo en ese nosotros,con el que termina el narrador, que yo siento más asco, pues es ahí donde yo estoy totalmente seguro de que el narrador (hermano en las formas a todos los narradores de todo este libro) no entendió, o lo que es peor, sí entendió, pero no le importa. Porque, aunque se supone que ese nosotros está en un personaje que sí es víctima de un dolor, los lectores sabemos que ese nosotros se refiere al narrador, que se califica como hijo de un país incendiado, y se define por su labor de recordar y averiguar y lamentar, como una condena. ¿Pero qué dolor, acaso, siente este narrador, que no es más que un turista de tristezas ajenas navegando en sus privilegios, dentro de una biblioteca hermosa, en la que confiesa pasar horas duras por culpa de andarse perdiendo en los laberintos de internet, que nunca han dejado de causarme un profundo desasosiego cuyos síntomas se parecen mucho, por lo que he logrado averiguar, a los de la agorafobia?, si sintiera el dolor de los otros no diría que no hay nada que hacer. Y no compondría pésimas canciones con el dolor de una mujer que murió violada y quemada por ser obligada a algo similar a un destierro, por culpa de incomodar y retar a una sociedad elitista, conservadora y patriarcal. Qué lástima que, además de todo, estas canciones sean de Juan Gabriel Vásquez, y no de Juan Gabriel, que sí sabía cantar.
[1] Juan Gabriel Vásquez (2018). Canciones para el incendio. Penguin Random House. Bogotá, Colombia.
[2] Página 13
[3] Página 17
[4] Página 40
[5] Página 40
[6] El tercero, del que tengo un buen recuerdo en general.
[7] Páginas 108 y 109
[8] 213
[9] Página 259
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